La difícil vida fácil de Juan

«La igualdad de la riqueza debe consistir en que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar a otro, ni ninguno tan pobre que se vea necesitado de venderse»
Jean Jacques Rousseau


Juan, sentado en una banca lateral del parque el Lago Uribe Uribe, hace guiños a los jóvenes y adultos que pasan desprevenidos por la rotonda. Es prudente, y sabe a quién hacerle una seña y a quién no. Con el tiempo aprendió a reconocer a los que traen dinero con tan solo mirar el calzado, detallar los peinados y olfatear la estela de loción que dejan por el camino. Es selectivo y posee sus propios estándares o gustos como todo centennials. Así, cuando alguien se detiene junto a él, es obvio que surge una propuesta sexual y posteriormente una transacción por sus servicios. Juan tiene apenas 15 años, aunque parece de 17, lo cual es casi lo mismo, porque en esta ciudad no importa la edad, sino responder a la naturaleza del centro de Pereira: o comprar o vender algo.

     Sus amigos dicen que es muy pequeño para estar haciendo esto, y él responde, con voz aflautada, que pequeño el dedo meñique del pie, que ya es grande porque escucha Bad Bunny y hace aeróbicos en la mañana. Además, agrega, que en casa no hay comida y que el «malnacido» de su padre lo abandonó a él y a su mamá, hace ya siete años. A causa de esto, relata, se fueron del barrio Kennedy a vivir en un complejo sector de la Ciudadela Cuba, pero sin decir dónde; solo sabe que allí pueden escamparse y dormir y con eso es suficiente. No entiende a sus amigos y hasta se burla de ellos cuando manifiestan su preocupación. Les aclara que el motivo de salir al centro de la ciudad, luego de las seis de la tarde y dar vueltas en ese parque de Pereira, es para engancharse con algún cliente, lo demás -afirma- es botar escape.

     Quien viera a Juan allí sentado tan tranquilo, tan juguetón, con un cuerpo tan menudo, no daría crédito que busca relaciones homosexuales para ganar dinero. Su imagen no es extravagante, ni llama la atención como se creería de alguien propio de este oficio, antes bien refleja una extraña inocencia que arrobaría al más puritano, pues viste normal, tiene amigos en el centro, en el colegio y en el barrio con los que comparte los temas de moda, compite, ríe y hace bromas. Lleva un ritmo de vida acorde a cada círculo de amistades y según el espacio social donde se desenvuelve. Un asunto extraño, especialmente si pensamos que un adolescente de 15 años aún no logra comprender el peso y el estigma del mundo adulto, la factura que le pasará la vida y la etiqueta que le pondrán, pero esto a él, parece traerle sin cuidado.

     Ahí, en el centro, adonde va algunas noches, tiene compañeros de «trabajo» que esperan que él haga dinero para comprar marihuana para el grupo. Asunto que no le molesta en absoluto, a pesar de no fumar hierba cuando trabaja los lunes, los miércoles y los fines de semana, sino que prefiere el tucibi. Esa cocaína rosada y de moda que pide por WhatsApp en esa frontera entre Pereira y Dosquebradas y que llega más rápido que el subsidio del Gobierno. Droga, que afirma, lo enciende y le abre los sentidos y le da fuerza para el acto sexual con los clientes, con aquellos hombres mayormente casados, funcionarios públicos, empresarios, y hasta turistas necesitados. Al preguntarle cómo sabe quiénes son, dice que los reconoce porque van con anillo de oro en el dedo anular, con carnets de las instituciones, con portafolios de cuero, y los extranjeros los identifica por sus pantalonetas de flores.

     Sobre esta gente dispar y ambulante prefiere no hablar demasiado y evita dar otros detalles. Es más, ni sabe sus nombres, ni recuerda sus rostros, porque no se junta con alguno precisamente a socializar. Como un acto frío y mecánico, jamás pregunta cosa alguna al cliente que luego pueda recordar innecesariamente. De igual forma, rehúye ser amable más allá del carisma que necesita para que uno de ellos, o ellos, accedan a su comercio de carne. En sus momentos libres, ahí en El Lago, se dedica a ver videos de YouTube, a conversar acerca del último muerto en la ciudad, o a mirar hacia el famoso local del pollo más costoso de Colombia, añorando alguna presa.

     

     La última vez que comió fino, recuerda, fue cuando el italiano Giuseppe lo llevó a probar espaguetis espolvoreados con queso parmesano y salsa Alfredo en un restaurante costoso del centro, que también es hotel. Aquel día, que no olvida, cuenta que pensó la receta que suele preparar su madre en casa: espaguetis con salchichas y huevo duro, y de bebida, aguapanela. Porque Juan hace constantemente esas comparaciones, no solo con la comida, sino con la gente y las cosas. Así al ver algunas personas desprevenidas en la calle dice: este se parece a Jota Mario, gordo y calvo, aquel al protagonista de Pasión de Gavilanes, acuerpado y gai, y otro más a Timochenko, el guerrillero que tiene bigote chuzudo semejante al cepillo de lavar tanques, según él.

     De esta forma se entretiene y mantiene su imaginación ocupada, pues sabe que su cuerpo no piensa, sino que actúa, necesita, se cansa, se pone frágil por el trajinar. Cuando trabaja poco, porque encuentra clientes «barateros» o «chichipatos», como dice, recoge el dinero preciso para comprar perniles de pollo de 3.000 o pechugas de 5.500, y que según el ánimo y «la leona» varía comprando pizza o chorizos con arepa y limón en el sector. Aunque no acostumbra a comer antes de salir al parque el Lago Uribe Uribe, sino que espera terminar su jornada, por lo general a las 1:00 o 1:30 A.M., para empacharse, y por costumbre, también llevar a casa y compartir con su mamá a quien adora igual que a una santa.

     A doña Esperanza solo le preocupa una cosa de su hijo, que termine el colegio. Es la aspiración más alta que tiene como madre soltera, y aunque sabe que estudiar es necesario, cree que esto no garantiza un futuro brillante para él. Reflexiona sobre la cuota escolar y dice que cada vez aumenta, y aduce que el estómago cruje y suena, porque la pobreza fue la única herencia que recibió de su familia. Con algunas de estas justificaciones avala lo que hace Juan, y solo sabe que es su hijo y lo apoya como madre abnegada.

      Juan, por su parte, cree a pie juntillas las palabras de su influencer favorito cuando dice que el colegio y la universidad no sirven para nada, que hay mejores formas de conseguir dinero, o haciendo pendejadas en Internet, o vendiendo su cuerpo a señores con plata. Juan no tiene talento para las cámaras, lo confiesa. Solo le gusta el espejo y las luces, y esto para organizarse y salir al centro de la ciudad a «trabajar». Por supuesto, no considera que este oficio sea algo tan normal como ser mesero o vender helados, y por eso prefiere usar los términos «marranear» y «salir a parchar». Dice que es mejor llamarlo así para evitar las lenguas viperinas que insinúan, que todo aquel que va al Lago Uribe Uribe de noche, va a «mariquear» u a otra necedad.  

     La rutina de Juan es un ciclo nocturno que no varía, y así lleva más de un año haciendo algo anormal e incomprensible para la mayoría, menos para su familia. Cada día, y sin esperarlo, nota cambios corporales que lo toman por sorpresa y contra los cuales se siente indefenso. Al mirarse al espejo detalla algunos pelos en su cara, siente que su estatura aumenta, se asoma una pequeña panza, además sus piernas parecen tomar otra forma. Esto no le roba el sueño, pero sí le preocupa que sea un obstáculo frente a esos clientes que prefieren jóvenes tiernos, femeninos y de piel suave que huela a melocotón. Ignora esto de alguna forma para mantenerse motivado, y asegura que «La chiqui», como lo conocen en el sector, siempre será la preferida de sus clientes.

     Al día siguiente, luego de una extenuante jornada nocturna, sale temprano a jugar pelota con sus compañeros del barrio, o a montar bicicleta, ya que le fascina el aire en su cara. Asimismo, hace tareas para el colegio y confiesa que el profesor de matemáticas le cae mal por cuadriculado y odia al rector porque un día se le insinuó en la oficina. Solo es, cuando muere la tarde, que surge el cambio de niño a trabajador sexual, y su mamá, que está acostumbrada a no verlo hasta la madrugada, reza a San José para que proteja a su hijo y lo guarde de todo mal y peligro. Este es el círculo de la vida de Juan, la burbuja de una niñez que puede explotar en cualquier momento, mientras obligado, por su necesidad, deja su cuerpo y su sexualidad cada noche en el parque El Lago Uribe Uribe.

Una respuesta a “La difícil vida fácil de Juan

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  1. Este caso, en términos más bastos me recuerda otros dos. El primero de Bernardo Arias Trujillo en Buenos Aires por la zona de Puerto Madero, donde conoció a un chico que atendía a los marineros, les vendía heroína y sexo. El escrito se entusiasmó y compuso el poema Roby Nelson. Recorrí aquellos sitios en mi visita a mi hija y me localicé el sitio preferido porque un viejo médico colombiano lo recordaba. Esa misma táctica la encontré con mi lectura sobre los puertos mediterráneos en tiempos de Alejandro Magno y de un pelafustán de Manizales en una cantina llamada el Atrancón de la galería de Manizales, donde me reunía a conversar con el periodista Orlando Sierra Hernández, quien dirigió la Patria y me colaboró en un libro que llamamos «Elecciones y gobernabilidad» y asesinado por orden de políticos de Supía.

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