Los primeros silencios

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No vemos como madura el trigo, pero constatamos el resultado:

Cuando está maduro y hay que segarlo.

Francois Jullien

 

Un día se levanta el hombre de la cama y descubre que ya no es el mismo. Su rostro ha cambiado levemente, se asoma un cana, una arruga, las uñas han crecido algo y su mirada parece tener otro prisma. Es inevitable no mirar una pata de gallina en el rabillo del ojo, o unas bolsas dobles debajo de los parpados y no exclamar: “Me estoy volviendo viejo”. Quizás son sólo nimiedades, pero son insignificancias que dan muestra del paso del tiempo sobre el hombre, son las huellas de vivir.

Es como si el ser humano y la naturaleza estuviera sujeta a un “Timer”, con un tiempo determinado y que en cuenta regresiva, cuando se nace, se prepara para el final. Son transformaciones graduales, que no pertenecen al reino de lo subjetivo, sino que globalmente todos, sin excepción participan de estas subrepticios cambios que apenas percibimos. Porque si la transformación se impone de una manera estridente y brutal, su efecto se hace sentir no solo en la vida interior, sino también en la exterior: el cuerpo.

No vemos como uno cambia. Ni siquiera podemos estar atentos al crecimiento de un árbol. Un día lo vemos plantarse, y al tiempo se erige como un gran roble. Parecer ser el lado progresivo y continuo de la vida que nos oculta ante nuestros ojos estos cambios súbitos. Es como si algo se nos fuera vedado. No tiene nada que ver con la “nada” sartreana, sino quizás con una transformación silenciosa, que no se muestra como tal, sino que nos dirige en su trayecto hasta conducirnos a un final.

Son esos primeros silencios que son acumulación de una gran cantidad de transformaciones que llegado un día, causarán una autentica transformación, cuando ya no nos reconozcamos en nosotros mismos. Aquí es cuando empezamos con lo que decía Pascal, a consumirnos en preguntas. Porque en eso consiste vivir, en preguntar qué somos y qué seremos. Envejecer no es nada más que recapitular la vida o si se prefiere es el reverso lógico de todo lo vivido. Desde que nacemos ya corre el tiempo en nuestra contra.

Esa es la vida invisible, silenciosa que los chinos descubrieron, la de “lo que se mira pero no se percibe” y “la que se escucha pero no se oye”. Es la vida en transición, o el hombre en estado de tránsito. Nadie ve como la edad cumple su trabajo, porque es lento, regular y modifica el cuerpo tan suavemente que las transiciones son insensibles. Normalmente nos miramos al espejo para vernos como quisiéramos que los demás nos vieran. Pero es porque no nos miramos bien, pues cuando se presta atención entonces el espejo refleja los cambios súbitos y transcendentes de nuestro cuerpo en su totalidad.

Como buenos occidentales nos preocupamos de esas cosas exteriores. La estética es predominante, donde la vida espiritual se hace superflua. Solo cuando se ha llegado a la cumbre es cuando la filosofía nace y surge la pregunta más existencial de la vida de una persona: ¿Cuándo he empezado a envejecer? Por supuesto, no se puede señalar algún comienzo: por mucho que uno se remonte en su vida a investigar, siempre ha empezado a envejecer.

Montaigne decía que es más duro el paso de la juventud a la vejez, que de la vejez a la muerte. En estos casos, ¿se puede decir alguna vez cuándo (a partir de donde) comienza tal cambio en nuestro cuerpo? Es igual que la experiencia del amor, no se sabe cuándo se está enamorado ni cuando se deja de querer: es algo que comienza sin tiempo y razón y termina igual.

Sócrates nunca se sintió viejo, ni le tuvo miedo a la muerte. Él sabía que el tiempo le pasa la factura al hombre tarde que temprano. Sócrates lo entendió, por eso lavó su cuerpo antes de entregarlo a la sucia muerte. Era la actitud pasiva de enfrentarse a la naturaleza y su proceso. Nuestra vida es un colofón, si acaso la esperanza no nos hace creer que somos un epílogo que resume todo nuestro peregrinaje y nuestras experiencias en el mundo que nos cambia y transforma lentamente.

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