Gréluchon

“Mi cuerpo es una casa encantada en la que me extravío. No hay puertas, pero sí cuchillos y un centenar de ventanas”
Jacqui Germain


Encontrar algún libro original de un libertino francés siempre es una rara avis. La razón es que son escasos y están descontinuados en el mercado editorial, ya que originalmente estos títulos pasaban de mano en mano y no se adquirían en librerías, sino en tabernas o en casas de lenocinio, o quizá se conseguían gracias a un editor oscuro o bibliófilo que conservaba los originales. Otra razón de su rareza es por su contenido hirviente, erótico, y por los cuadros sexuales que, combinados con temas mayormente religiosos (confesiones, penitencias, profanación de elementos sagrados), constituyeron una primera forma de pornografía literaria hecha novelas, cuentos y relatos llenos de moralejas, que curiosamente se creaban emulando la estructura básica de los textos infantiles.

     Históricamente, en la explotación del género «erótico-literario» sobresalen personajes reconocidos como el Marqués de Sade, Giacomo Casanova, Voltaire, y otros menos conocidos (e igualmente importantes) como los duques de Lauzun, Narbonne, Brissac o el caballero de Boufflers, y junto a estos monumentos literarios aparece con igual fuerza y creatividad Claudio Enrique Fuzée o el abate de Voisenon, uno de los muchos libertinos del panteón de ilustrados franceses (aunque ni revolucionario, ni intelectual) cuyas obras fueron una curiosidad literaria que trascendió entre los anticuarios del siglo XVIII, hasta hoy, pleno siglo XXI cuando emerge, tras una pila de libros descartados en una librería de viejo, uno de sus títulos más polémico: Húmedos ejercicios de devoción.

     Un libro menudo (forma que debía adoptar todo texto de carácter subversivo para la moral y el establecimiento) escrito aparentemente en 1780, con reediciones de 1786 y 1787 e impresas clandestinamente en un pueblo del sur de Francia llamado Vaucluse. Las traducciones al castellano apenas se darían en 1864 y 1882 y venían ilustradas por Feliciano Rops (Dios perdone a los estúpidos traductores). Ahora, más que un libro, estamos frente a un pequeño tratado decorado con caligrafías singulares, cuyo contenido refleja ese cuadro de costumbres erótico propio de la Francia del siglo XVIII. Época que también produjo textos para leer con una sola mano como «Fanny Hill» de John Cleland, «Las Afroditas y El diablo en el cuerpo» de Andréa de Nerciat, o «Sara» de Restif de la Bretonne, y esto solo por citar títulos indiscriminados dentro de un vasto mundo literario que sirvieron, primero para azuzar las pasiones escondidas, y segundo, como crítica y sátira social camuflada.

     Así las cosas, es genuino dudar si Húmedos ejercicios de devoción es un libro falso, o si por el contrario, es una obra que ha trascendido en el tiempo con escasas variaciones, pues los prefacios siempre son culpables hasta que se demuestre su inocencia. Y el ejemplar hoy aludido comienza así: «La bagatela que sigue fue encontrada entre los papeles del difunto abata de Voisenon, y bien fácilmente se reconocerá en ella su estilo». ¿Pero quién escribe esto? ¿Es Moisés hablando de Moisés? No. Un tal Señor Querlon, o un extraño bibliotecario privado de Nicolás Beaujon, un banquero rico que perteneció a la corte de Luis XV, y que, según parece, conoció a Voisenon de una manera peculiar, tal como él mismo lo narra:

Un día me lo encontré en el camino de San Germán.

―Vengo -me dijo- de vuelta de Luciene. Acabo de leer «El Sultán Misapouf» a la bella condesa Du Barry mientras tomaba un baño.


―Querido abate -le hice observar- vamos envejeciendo y vuestra conducta continúa siendo siempre la de un joven. La muerte hará con vos lo que acaba de hacer con Voltaire: os echará la garra cuando menos penséis. ¡Dios perdone al difunto! Pero sus burlas han hecho más daño a nuestra santa religión que impíos y libertinos convirtieron con sus buenas razones San Bernardo, Santo Tomás, Pedro Lombardo, Gambacurta y el abate Bergier.


―¿Cómo? -dijo el abate de Voisenon con aquel énfasis de que tan a menudo daba pruebas en el vestíbulo de la Ópera Cómica-. Voltaire curó de sus prejuicios a más gente que tunantonas han convertido los curas de París y sus afueras, que virulentos han curado todos los miembros juntos de la Academia de Cirugía y que húsares, panduros y otros asesinos han enviado al otro mundo el rey de Prusia en las tres guerras que ha tenido.

De esta manera se da el encuentro, además, que la apología a Voltaire en tal diálogo tiene una razón de ser, pues cuando el abate Voisenon contaba con 11 años le envía una epístola en verso al gran libertino que resulta en dos cosas: el inicio de su carrera como poeta, y el apodo de «Querido amigo Gréluchon». De ahí su afecto y devoción por el hombre que anulaba las ilusiones terrenales, despejaba las nubes de la sexualidad, y se imponía como un símbolo intelectual que no temía ni al rey, ni a Dios, ni al diablo, sino a los números de la lotería.

     Tal influencia vuelve a Voisenon en un poeta, sin embargo, luego de matar a un militar se convierte en cura para expiar su culpa, pero alejado de sus oficios ministeriales (o quizá usufructuándose de las confesiones parroquiales) se enfoca en explorar las bajas pasiones humanas por medio de la literatura erótica. Su máxima de «Hay necedades que un hombre de talento compraría a cualquier precio» era un retrato del corrompido ambiente francés, al igual que su par Donatien Alphonse François de Sade no escribía nada que no sucediera en secreto entre los salones y castillos de la época.

     Individualista impenitente, al igual que el abate de Choisy que publicaría unas memorias escandalosas en 1727, Voisenon no se adecuaba a las fórmulas o moldes sociales, omitiendo morderse la lengua para hablar, y gastando tinta al por mayor para dar rienda suelta a su imaginación libertina. Razones de sobra para no ser considerado un académico, sino un mero aristócrata burlón que hasta el día de su muerte se escabulló por la puerta trasera de la historia. Aunque contrario al abate de Choisy, Voisenon fue más adepto al contenido que a la forma, y de ahí que su arte de escribir se resumiera en la técnica folletinesca de «What to put in and what to leave out».

     Así entonces (y finalmente), la fina ironía radica en que «Húmedos ejercicios de devoción» fue una epístola dedicada a un tal Juan Camard, aristócrata aficionado a la literatura erótica, quien, según el autor, poseía una fertilidad envidiable, aun cuando la narración en sí protagonizada por el caballero Enrique Roch y la duquesa de Cóndor, parezca un retrato del mismo hombre que se jactaba de tener un Ménage à trois y que, a su vez, demandaba obediencia como virtud para encontrar el goce supremo en la sensualidad desbordada. 

     El abate de Voisenon supo explotar su narrativa pornográfica bajo el imperativo de «atrévete a sentir», complemento del «atrévete a saber» y el día de su muerte, mientras yacía enfermo y a punto de confesarse, representó su último acto así: No esperó al confesor, sino que se vistió y salió a pasearse por los burdeles buscando jovencitas. Su servidor exclamó: «Pero señor, ¿qué hará cuando Dios venga? No lo hallará en casa ¿Le digo que espere?». «No, -respondió Voisenon-, dile que dejé una tarjeta».

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