Caos en Wall Street

“El infierno está desatado en el alma de la mercancía”
Walter Benjamin


Bartleby, cuyo nombre sin apellido parece más un seudónimo, es un trabajador común y silvestre de una oficina de amanuenses de New York. Es un hombre que labora junto a tres compañeros: El viejo Turkey; el joven Nigger; y el adolescente Ginger Nut. Al inicio no es posible saber por qué estos se llaman así, pero sus funciones dejan en claro que se trata de los atributos y rasgos laborales de cada uno.

     Lo que conocemos por la narración del escritor norteamericano Herman Melville (1819-1891)​ es que los tres escribientes o copistas judiciales son diferentes a Bartleby: son laboriosos, no chistan al ejecutar sus deberes y se portan según el clima y los trámites del día. Bartleby, por su lado, es un trabajador de cuarta, es decir, llega a última hora a laborar en el bufete de un jurista respetado de New York, cuyo trabajo es simple: redactar y rectificar. Sin embargo, ante un básico pedido gerencial de revisar un manuscrito, este responde al jefe con un contundente «Preferiría no hacerlo» (I would prefer not to).

     ¿Qué quiso decir con aquello? Todo el aparato burocrático de la oficina entra irremediablemente en crisis.  Y es desde aquí que el personaje de ficción de Melville puede representar la metáfora del NO, como terrorismo laboral, como ruptura en la cadena de órdenes que hacen posible un proceso industrial, sea cual sea. Lo irónico (o pasmoso) es que ni Turkey, ni Ginger Nut, ni mucho menos Nigger tienen tal palabra en su diccionario de empleados, ni desean usarla por el momento.

     Bartleby, al afirmar aquello, se convierte en la negación pura, o mejor, en el prototipo de post-hombre que al tomar parte de un acto sencillo lo ejecuta representando a toda la humanidad. ¡Preferiría no hacerlo!, ¡Preferiría no hacerlo!, ¡Preferiría no hacerlo!, y así varias veces repite la misma frase para rectificarle al jefe que ha oído bien las palabras de un subalterno. Y lo afirma como alguien que sabe y se apersona por lo dicho, e igual a la Historia que si cambia una coma, enloquece, así reina el caos en el bufete. ¿Es que no tiene otros términos para responder, o no podría ser más diplomático, o ha agotado este empleado su lenguaje?

     Esa extraña pasibilidad del personaje de Melville ante la institucionalidad, y frente a una orden absoluta, se parece a la de Anaxarco, el maestro de Pirrón, quien habiendo caído desde un barranco negó tajantemente a su discípulo que lo rescatara, aduciendo, que toda cosa era indiferente en sí misma y que lo mismo era vivir en un hoyo que en la superficie de la tierra. ¿Es Bartleby y el síndrome de Anaxarco una apología a la pereza, a la indiferencia y la negación? Hay que ir más despacio para definir e intentar entender la filosofía del «trabajador de cuarta» que lo trastoca todo.

     Bien podría ser legítima la pregunta: ¿Son seres humanos o engranajes los que trabajan en una empresa? El mundo y su sistema resumido en Maquiavelo, Descartes y Adam Smith, ha considerado al hombre como una máquina fisiológica y económica, que al lado de otros seres de su misma naturaleza, constituye una cadena de montaje. Herman Melville parece intuir que el materialismo (que en su siglo aún da coces) es hermano gemelo del capitalismo (que patalea por crecer), y ambos crean (según él) autómatas pensantes que producen y consumen, e incluso, que tienen su alma en la glándula pineal y en su espalda.

     Un siglo después de creado «Bartleby el escribiente» nacería otro concepto más aterrador: El de Prosumidor (Alvin Toffler). Pero retomemos, pues no solo el racionalismo cartesiano y la “mano invisible” de Smith permean el ambiente donde se desenvuelve Bartleby como personaje, sino también, el espíritu de rectificación de Ned Ludd, quien con su martillo y su pañuelo rojo, intentaría parar infructuosamente el engranaje de la Revolución Industrial.

     Aunque no adelantemos una conjetura, pues al interior de la maquinaria laboral, el “trabajador de cuarta” con su «Preferiría no hacerlo», solo ha torcido algunos radios de la rueda y no ha logrado neutralizar todo el aparataje. Bartleby queda envuelto en esa densa maraña burocrática económica y productiva que atrapa el alma del hombre moderno. Sería Franz Kafka, el escritor checo de orejas extrañas, el que vaticinaría esta situación, ya que, ante las súplicas reiteradas de los clientes en la oficina sobre reclamos laborales, afirmaba: “No entiendo porque no echan mano de todo y lo destrozan”.

     Kafka, como sabemos, tenía razones para evitar el caos y por eso, bajo ningún modo, fue un Bartleby.  Su NO era una negación novelesca, porque en su sistema de papeleos, compromisos laborales, y en su función de abogado, su NO, fue siempre un Sí. Ese era el círculo que resumía su vida. De otra parte, el personaje de Melville cuando dice NO, es un NO extrañamente absoluto. Ese reiterativo NO significa terrorismo en un proceso que no interrumpe su cadena de suministros y órdenes. Pero este NO, nada tiene que ver con dejar de hacer algo, simplemente es un NO categórico y kantiano que evita la mala-fe, la hipocresía como norma social.

     Ese mismo NO que Adolf Eichmann rehusó emplear por temor a ser ineficaz administrando Auschwitz, alegando que la moral kantiana supeditaba su voluntad a la obediencia, a la ley general de hacer lo correcto. «Compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común». Aunque es obvio que el criminal nazi, tal como dijo en su juicio en Jerusalén: «Solo había leído ‘La Crítica de la razón práctica’, y no la primera obra del filósofo donde afirmaba que todo hombre se convierte en legislador desde el instante en que comienza actuar».

     Así entonces el Bartleby de Melville no es kantiano, es imposible que lo sea, ya que es imposible contrariar el espíritu de las leyes, viviendo en consonancia con ellas. Con su pasividad, que es una especia de acción, refunda una nueva categoría ontológica: el hombre como legislador de la naturaleza, el destructor de un atroz determinismo que deposita en sus manos el futuro, porque la lógica del capitalismo y sus dogmas de libre mercado, comercio, y libertad individual, no dejan otra opción que estar con ellos o contra de ellos.

     Finalmente, cuando el gerente le pregunta al viejo Turkey sobre la actitud de su “trabajador de cuarta”, y su obligación de obedecer por costumbre, este responde: «Con todo respeto señor, usted tiene la razón»; pero Nipper es más tajante: «Yo lo echaría a puntapiés de la oficina». Ginger Nut solo se limita a responder: «Creo, señor, que está un poco chiflado». Como sea, Immanuel Kant avalaría la idea de que Bartleby actúa según las leyes que lo atan a su deber moral particular, pues al obedecer, estaría anulando su pasiva individualidad.

     El mundo laboral, según el gerente que es tan anónimo como Bartleby, está compuestos de certidumbres necesarias para que todo funcione correctamente. De ahí que tal negación, ese «Preferiría no hacerlo» de Bartleby, sea una amenaza o una especie de terrorismo sistémico que acusa como pretexto a Marx o el sindicalismo para boicotear la empresa. ¿Qué sucedería si todos los funcionarios respondieran NO, a su jefe, ante una petición que contradiga su sentido moral?   ¿Es el «Preferiría no hacerlo» una idea prejuiciada, una apología al derecho a la pereza, o el reclamo de no hacer nada como cuota por el mero hecho de existir?

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Bartleby el escribiente. Tráiler oficial


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