«La vida es, en efecto, un extraño don y sus privilegios, en suma, peligrosos»
William Hazlitt
En efecto, luego del ligue con la gente de Olmedo, y a eso de las 3 de la mañana, fuimos a parar a un apartamento en el sector de Providencia, donde cuatro hombres dispuestos a todo por tener sexo, se encontraban arrellanados en un sillón grande y viejo. Al ingresar no percibimos ni el sonido de una mosca, aunque sí olía a alcohol antiséptico y las paredes del lugar eran más blancas que culo de rico. Al mirar de frente a esos hombres, ninguno emitía una sola palabra. Solo detallamos miradas demasiadas estúpidas, perdidas, e infantiles para estar en cuerpos tan mal presentados.
―¿Tendremos sexo o qué? Les preguntó exasperada Margot.
Y uno de ellos se puso en pie y nos dijo, puntillosamente, lo que teníamos que hacer entre todos. Por su forma de hablar y de mover las manos, daba la impresión de ser un profesor de primaria, pues ordenaba aquello sin esperar una respuesta de nosotras, y sin sonreír. Él solo esperaba obediencia, y nosotras hicimos lo que pedía y deseaba. Estábamos allí enviadas por Madame Peggy, y ya todo estaba organizado de antemano. Sin embargo, luego de 25 minutos de jaleo, los cuatro adultos, en secuencia, dieron señal de repentino ataque al corazón.
Nos detuvimos, y Yane, en estado de shock, insistía en lanzarle preguntas a esos cuerpos maleables:
―¿Han tomado algo previamente? ¿Son alérgicos a algo? ¿Tiene alguna medicina entre sus bolsos?
―Es una sobredosis de feromonas. Bromeó Sulaika.
Consternadas, esperamos un momento y uno a uno volvió a su color y clima natural. En fila india empezaron a vestirse y se fueron como una ordenada pandilla escolar. En ese instante nos enteramos de que los cuatro hombres eran psicoanalistas de la escuela de Freud, a excepción de uno, que era adepto a Charcot y Mesmer, y trabajaba hace cuarenta años hipnotizando personas.
―Todo tiene sentido, dijo Madelyn, yo vi en la mesa central libros como La vida sexual de Catherine Miller, la única edición que se conoce de Matriuska, y un libro de poemas eróticos de Eduardo López Jaramillo.
Todas nos miramos con perplejidad y llegamos a pensar si acaso estos hombres nos hacían el amor o solo nos estaban psicoanalizando sexualmente, porque uno de ellos no dejaba de revisar las nacaradas nalgas de Margot, y otro prefería succionar los rosados pezones de Yane, mientras otro solo reparaba en la cara de Sulaika, como si estuviera buscando las facciones de su progenitora.
―Por un pelo, el trabajo de campo casi les cuesta la vida, -dijo Madelyn. Y nos echamos a reír entre nerviosas y excitadas.
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