«Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que sea la libertad nuestra propia sustancia»
Simone de Beauvoir
Esto asusta. Todo asusta. No es que uno sea una esquizofrénica que crea ver amigos o enemigos imaginarios en todo lado. Es que la ciudad me parece de cristal, aunque en otros momentos creo que es más como un acuario. Desde este sexto piso puedo señalar a toda esa gente. Los veo como pequeñas hormigas que van de acá para allá, tan libres, tan sonrientes, tan afanosos. Uno siente a ratos que en la ciudad se puede hacer lo que se le venga en gana. Por ejemplo, salir vestida como quiera, (quizá una falda negra con taches plateados, botas medianas, balaca blanca, lentes blancos) caminar para un lado, (o hacia atrás), saltar en un pie, trotar a lo Ximena Restrepo, reírme o hablar sola mientras miro el cielo. Nadie, se los aseguro, nadie se enteraría de que alguien pasó cerca.
Algo que me entrega la sensación de creer que están, o demasiado ocupados ejerciendo su libertad, y por eso ignoran todo lo demás, o no creen que los otros sean reales, y por eso ni los determinan. Bueno, sea que consideren ver fantasmas, o que ejerciten eso que llaman libertad, ambas cosas están en desuso, al igual que términos como justicia, virtud, o moral. Hoy pocos emplean estos conceptos. Solo (y esto sería increíble) un puñado de comunistas románticos osarían citar las palabras de Lenin y Marx en un tiempo de computadoras e inteligencia artificial. Este oído moderno no tiene caja de resonancia. La boca no inventa palabras. A un nuevo siglo, un nuevo lenguaje. Punto.
En fin.
Uno tiene que bregar (y vaya palabreja) que estas cosas no se conviertan en un problema interior. Hay que ser uno misma, crecer, pensar, eso sí, sin evitar sentir, como dije al inicio, un poco de miedo. No se trata de temor, ni de temblar, mucho menos de temer, es, es simplemente, que esto de vivir entre miles de personas que uno no conoce, desconcierta. «¿Quién es ese señor de bigote que van con un portafolio escolar forrado en cuero?» «¿Y esa dama enrulada que pasea los perritos con un cigarrillo en la boca?» «¿Y esos dos jóvenes que parecen aduaneros de una frontera invisible qué?» Ya saben. Gente que uno ve y preguntas que se hacen al aire.
Por supuesto, no soy una ñoña ni una idealista para pretender hablar con cada persona que uno ve (Dios me libre, me santiguo dos veces). Esa función la hace el Led (primo del televisor), ese ventrílocuo sin alma que nos habla, y nos habla, y nosotros no podemos devolverle una sola palabra. Bueno, yo no, pero mi abuelo sí. La otra vez insultó a un político frente a la pantalla (y el político miró para otro lado); y en otra ocasión acarició el rostro de Sofía Vergara sin que la abuela se diera cuenta (me parece que la italiana le sopló un besito con su mano derecha). Como sea, el Led, al igual que la calle, está llena de gente que uno ve, pero con la cual no se puede hablar. Es igual que un callejón sin salida, es decir, hay que salir por donde se entró.
Estas situaciones son las que hacen nacer preguntas bobas como «¿Por qué la gente no se habla entre sí?» (vaya… vaya…) «¿Por qué sociedad o ciudad si la gente vive y muerte de forma individual?» (ti, ti, ti, ti…) «¿Por qué la Perla si no tenemos mar?» (¡uff!). Puedo pensar en todo esto, pero también puedo olvidarlo todo de un solo golpe. Esta inmediatez la aprendí del noticiario y de Internet, por supuesto. Un anuncio social de un niño desaparecido se mezcla con la presentación del último éxito musical de Silvestre Dangond ya en preventa. No hay nada de malo en eso, solo que cambiar de tema tan rápido, es lo mismo que cambiar de canal y cambiar de pensamientos. La memoria es sumamente porosa y elegir qué recordar es lo realmente importante y duradero en este tiempo.
Y yo, yo prefiero Netflix, pues me da más libertad (¿y de nuevoooo… con esta palabreja libertad?). Bueno, corrijo, puedo escoger entre todo el contenido que hay allí y punto. Mejor que esa programación básica que coarta el gusto con la cual se siente uno atrapada en un cuadrado, aunque tenga en mi mano ese pequeño báculo llamado «control remoto». Como sea, no sé si han notado que siempre hay gente con bigote calando cigarrillos, o mujeres bellísimas consumiente nicotina fina en alguna serie de esas. Hay pocas escenas de sexo (y eso me ruboriza, pues mamá aún mira con nosotros ciertos programas) tal como eran las parrillas de los años ochenta. Ahora se ha reemplazado todo ese jaleo por el hábito de liar tabaco y de crear misterios psicológicos para atrapar el netflixvidente.
Un efecto parecido al que usa el Gobierno en la ciudad. ¿Se acuerdan de ese economista que dijo que el sexo y la economía están ligados? Bueno, aunque esta capital realmente no es Netflix, pero eso sí, contiene las historias suficientes para un guion de esos tipo: «Mujer desapareció del parque central luego de decirle a un ajedrecista en su cara que Bobby Fischer era un indigente»; «Encontraron pelos de gato en los termos de los vendedores de café ambulante y la leche no era leche y el pan no era pan»; «Se recuperó del Covid-19, salió de la clínica y por robarlo fue asesinado»; y así hasta el infinito en realidades e ironías. Y créanme que estas cositas son las que me dan un poco de miedo, aunque me gustaría capitalizar eso y confrontar de una buena vez estos demonios internos. Ando pensando seriamente en hacer algo. Quizá venderles a los productores de California guiones de historias, basados en hechos y situaciones, de los ciudadanos de La Perla. No tengan cuidado. Son las necedades que se engendra cuando se vive en un sexto piso. Son las reflexiones del miedo.
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