“Leer, contemplar, escuchar no es consumir: es realizar en uno mismo el gesto original para transformarse en el sentido que se desprende de él.”
–Bernard Noel
Hay que ser directo, la poética del nuevo libro de Hugo Oquendo-Torres “Días de fuego” (Chigorodó, 2019) electriza el espíritu. No solo por unos tópicos kantianos demasiado comunes, (Dios, hombre, madre, origen, tótem, corazón) sino por la agilidad y el acierto de este escritor para componer versos que agitan los breves momentos del lector. Casi como si tales poemas hicieran retroceder la estupidez humana y la muerte, pues cada una de sus líneas detiene el tiempo, aviva la experiencia vital, y crea micro mundos textuales donde todo se transforma en imágenes que pueden ser sombra o luz; razón o sentimiento; dios o nada; energía o quietud.
En fin.
La escritura de este poeta es garantía de integridad. No tanto por sus obras cronológicas que transcienden la geografía, “Catarsis de la memoria y otros silencios” (2011), “Poesia do corpo nu” (2014) y “Lo secreto” (2018), como por su faceta de teólogo que igual a un Teilhard de Chardin o un Paul Tillich, dialoga con el mundo, el cuerpo, lo interior, desvelando con su prosa el misterio que nos rodea, ya que las mejores cosas de la vida están ocultas a los sentidos y al conocimiento humano.
Y aunque su último poemario, premiado por la Secretaría de Cultura de Pereira, tenga un título tremendamente arcano “Días de fuego”, sus versos no estallan producto de alguna epifanía, antes bien, se desenvuelven en la duración y la profundidad de su composición, porque no son revelaciones estrepitosas, sino interrogaciones que rebotan y cambian de forma para iluminar, o como dije al principio, electrizar el espíritu del lector.

Estímulos luminosos, que, si leemos despacio y con mística, incitan a contradecir a quienes aseguran que la poesía dista mucho de ser telúrica y realista. Todo lo contrario, es decir, hay que tener un pequeño Federico García Lorca, o un Luis Vidales en el interior, para mirar las imágenes que se desprenden de la lectura de este poemario, así resulten misteriosas, sean extrañamente habitadas, o se prefiguren como lugares comunes. Leer, ciertamente, no es procesar signos, sino aprehender objetos. Un poema al azar, quizá “Camino”, puede dar muestra de ello.
“El ciruelo es mecido por la brisa,
Del gajo su fruto se desprende.
La ciruela se lastima cuando cae al suelo,
En el golpe la fragancia vierte
Dulce su sangre en la piedra.”
Sinceramente, frases rimadas como en boca de Adán en un Edén intacto, cuyas líneas son hechos verbales que obligan a navegar entre el olor y la semántica. Entre la cosa y el estallido sonoro. Ya que, al Hugo Oquendo-Torres apoyarse en las figuras, las formas y los sonidos, revela el origen de su indagación poética: todo proviene de las entrañas mismas de las cosas, es decir, de las palabras, o si se quiere materializar, de la realidad, para evitar ser tan trascendentes.

Un fenómeno al que se refería Eduardo López Jaramillo (1947-2003) al sentenciar que lejos de la composición del poema, o el tratamiento del lenguaje, debe existir per se, un significado profundo, una cosmovisión nacida de una exigencia firme, una donosa comprensión por lo antiguo o misterioso, y una permanente identificación creadora con lo moderno. En otras palabras, la creación hilemórfica de los versos, de la cual nos habla Aristóteles, el juerguista, y que el poeta de Chigorodó hila con parsimonia y en una presencia intemporal que da vida a una epifanía rítmica que transgrede el papel.
Ciento dos hojas, de este poemario, afectadas por una presencia enigmática (el hombre y su lenguaje es un misterio, al igual que el nombre de los objetos), que desde el inicio nos interpela con lo divino: “Se te ha enseñado la imagen de Dios con el pedernal en la mano, pero no has conocido el rostro de dios vaciado de dios.” Y hasta el final nos reorienta la mirada para contemplar la naturaleza de otra manera y así acceder a una gramática esencial, abierta, innovadora “Al posarse un pájaro reposa el mundo. A su vuelo nos abandona el aliento.”
Por ello, y a decir del escritor bogotano Gabriel Arturo Castro (1962) en la obra: “La resurrección de la imagen”:
“El poeta mantiene alrededor de esas cosas una auscultación íntima, un esfuerzo de simpatía, una revelación acontecida con admiración y gracia, unión de cuerpo y espíritu, porque el poeta es el productor de aquella verdad interior, y al mismo tiempo realiza su intimidad, la intimidad del silencio.”

Unos puntos de fuga que nacen precisamente de ese silencio de Hugo Oquendo-Torres como poeta, y que en su vocación de teólogo se traducen en conocimiento, salvación, poder, abandono. Propiedades que, a modo de liberación interior, también pueden ser ejercicios espirituales para contemplar el mundo, ya que hacer poesía es juzgar, legislar, pero sobre todo componer, narrar, versificar, sea en el papel, o en las almas de los hombres.
Así, entonces, cada lector que se acerque al poemario ”Días de fuego” (2019), seguramente buscará algo: una experiencia, un logos, un principio o un momento; y también, por qué no, a alguien: un dios, una partícula, una sombra, o una réplica de hombre. Una búsqueda, que, a decir de Octavio Paz, no es insólita que se encuentre, sino que ya se lleva dentro.
Estamos ante un libro para digerir despacio y en voz alta, pues en el latido de las palabras versificadas por este creador, debemos oír el gesto, la sensación, el vacío que las orienta o las lleva, ya que, en esos estímulos reside todo el movimiento de su fundamento poético. Finalmente, quien haya leído a Hugo Oquendo-Torres alguna vez, lo seguirá oyendo a pesar de que las ocupaciones generen distancia y distraigan los sentidos, porque la belleza de su obra se eleva por encima del tedio y lo vertiginoso de nuestra ciudad.
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