Era el dios humano de mi infancia, mi padre, tal como mi infancia lo vio, pues veinte años hacía que nuestra familia había asistido a su muerte
Macedonio Fernández
A Óscar Garza le fastidiaba su apellido, pues daba pie para que se burlaran de él. Recordaba sus tiempos escolares cuando el profesor despedía la clase diciendo “garzas a volar”, sentía que el asunto no era personal, y atribuía aquello a una mera frase de uso popular. Luego, al sacar mala puntuación en algún examen, notaba que el mismo docente ponía al margen de la nota: “Halcón mata a garza”.
Le parecía mera coincidencia. Un hecho fortuito. Una casualidad que nada tenía que ver con él ni con su apellido. No le prestaba la mente al diablo (como llamaba la abuela a los asuntos extraños y sin fundamento) para atar cabos, antes bien conservaba una serenidad extraña para un joven de 28 años, ahora docente de un reconocido colegio.
No se enfadaba, o pocas cosas lo lastimaban realmente.
Su Padre, el señor Horacio Garza, quien postergó el sueño de ser teólogo, pero que había leído buenos libros alemanes sobre el tema, tenía algo que ver con la formación de esta conciencia en su hijo. En las tardes, cuando llegaba de la empresa aseguradora, y siguiendo los consejos familiares dictados por el predicador, Luis Madrid Merlano, lo aconsejaba con dulzura:
-Oty, (apelativo de Óscar) Dios está en los detalles” y “Una caña fuerte no se tuerce a pesar del viento”.
Óscar solo callaba al escuchar aquello.
Aunque, a decir verdad, no entendía mucho de qué se trataba esas frases que el padre se empeñaba en pontificar como si fuera un clérigo en retiro.
Así su apellido, ahora a sus veintiocho años, era ese detalle del que deseaba desembarazarse. No es que le disgustara llevar el apelativo paterno, sino el cómo la gente tomaba el asunto haciendo chanzas. Asunto que quebró en algún momento su carácter y ahora quería renombrarse en la cédula como “Óscar Medrano”.
-¿Pero qué disparate? En la familia no hay ningún Medrano. Has perdido la razón muchacho. Afirmó su padre. Mientras la madre escuchaba la conversación de ambos en la sala principal, aunque sin atreverse a opinar nada.
-O, hizo silencio el padre, dime la verdad ¿te vas a cambiar de sexo?
-Padre, en ninguna forma.
– ¿Entonces te avergüenzas de mí? De mí, que te he entregado todo, incluso mi carrera de lograr ser un clerc, para que pudieras ser un buen maestro de escuela.
Óscar, como había aprendido de pequeño, guardaba un silencio deferente delante de sus superiores, pero consideraba que ya era hora de tomar decisiones por sí mismo.
-El no querer ser Garza no tiene que ver con algo tuyo, padre. Afirmó, mientras bajaba la cabeza en señal de tristeza.
El padre, que había dejado un libro de Rudolf Bultmann a un lado para conversar con su hijo, notó cierta tristeza oculta en el corazón de su vástago. Después de un momento, habló:
-Si es lo que deseas, no te detendré. Solo recuerdo que cuando naciste, tomaste con tú manita pequeña mi dedo, afirmándome con ello que me tenías atrapado para siempre. Ahora soy yo el que te digo: no te dejaré.
Amanda Cedeño, la madre, al ver que Horacio se ponía melancólico, intervino, además sabiendo que ella, en ninguna forma, estaba libre de su maternidad y su influencia.
-Oty, todo lo que hace Horacio por ti, lo hace por él mismo.
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