La calle de los cuchillos largos

“Primero fue necesario civilizar al hombre en su relación con el hombre. Ahora es necesario civilizar al hombre en su relación con la naturaleza y los animales.”
Víctor Hugo


Nunca supe por qué el pasar por un callejón oscuro, contiguo a la avenida José María Eguren, en Trujillo, Perú, me causaba pánico. Era una calle angosta, gris, con olor a orín de animal, que parecía una de esas entradas de los mercados berebere de Marrakech, y que generaba miedo si al fondo se veía alguien caminar.

Debía pasar por ahí si quería llegar rápido a casa, pues trabajaba en la calle Sinchi Roca, y a mi jefe, José Huamancuri, un anciano de 86 años que me despedía todas las tardes con un jugo de tómate de árbol y un “sanguche” de pavo, le era indiferente cómo podía llegar a ella, con tal que regresara al otro día a trabajar.

Adquirí el gusto de caminar debido a mi condición de extranjero y ahora en Trujillo debía echar mano de este recurso para grabarme, como los gatos, el plano urbano. Por eso prefería los atajos, especialmente en Trujillo, en el departamento de La Libertad, donde los “combise incluso los taxis, no estaban diseñados para personas de más de 1.80 mts de estatura y el conducir por las avenidas principales a más de 80 km/h dejaban al ángel de la guarda aferrado a la silla.

Este callejón oscuro, oloroso y extraño, era el atajo. Un espacio angosto lleno de cabritos vivos y tiernos, de todos los tamaños y colores.

La primera vez que quise ingresar por ahí, vi de pie, en las paredes de la entrada, varios hombres con cuchillos en la cintura, listos, o para una pelea, o para lo que realmente estaban ahí: vender y degollar a los animales.

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Todos los caprinos yacían acostados en el rústico piso. Tenían  las patas delanteras y traseras amarradas como un tamal. Sus miradas producían lástima y se podía apreciar manchas de lágrimas en sus caras como si presintieran su trágico destino.

Balaban como niños. Balaban en la mañana y en la noche. Pero los balidos eran sonidos indiferentes para los vendedores y transeúntes acostumbrados al bullicio del lugar. Los cabritos eran para la venta y estaban ahí para terminar en un plato, adobados con ají mirasol, ají amarillo, zapallo loche, yuca, acompañado de frijoles y chicha morada, no sin antes ser degollados por los hombres de los cuchillos.

Al acostumbrarme a pasar por ahí presenciaba diariamente esta escena.  Escuchaba los gemidos de los animales. Veía los cuchillos brillantes a la espera de ser manchados con el color rojo de sus víctimas. Y experimentaba varios sentimientos.

Inicialmente me enojaba con esos hombres por su falta de misericordia. Luego dirigía mi pesar hacia los animales tirados en el piso húmedo de sus propios orines. Y finalmente pensé en la exquisitez que representaba este plato en la cultura local, y que en algún momento debía probar la magra carne de los cabritos, a sugestión de mi jefe u otra persona en el Perú.

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Sin embargo, tomar o no partido por uno u otro sentimiento, no hacia una gran diferencia al preferir ese atajo para llegar a casa, en vez de otro camino. Además, la zona del callejón estaba emplazada en el sector de Palermo, donde los hombres comerciaban con especias, frutos, herramientas para saqueadores de tumbas, y venta de carne de todo tipo: lechoncitos, pavos, conejos, pollos, cuyes y más.

En ese mismo Palermo donde estaba emplazado el Mercado Zonal o mayorista y en cuyo interior vendían listos los cabritos, enteros o por libras, que afuera yacían vivos y a la espera de ser comprados y degollados por sus dueños.

Desde la gran puerta principal el olor a cebo indicaba la ruta de las carnicerías. Solo unos cuantos metros desde ahí bastaban para ver colgados los animales. Expuestos y desnudos ante el mar de gente que diariamente hacia sus compras, con un gancho que les traspasaba la mandíbula como si fueran a escaparse.

Eran cabritos grandes sin pelaje y abiertos en canal, que para identificar que no fuera perro les dejaban una pequeña mota de pelo en la cola como señal. Una ordenanza promulgada por el Ministerio de Salud del país desde que se generalizó el comercio de perro haciéndolo pasar como borrego a los compradores, y otros comprando a conciencia esta carne, creyendo una tradición moche de que comer carne de perro excitaba sexualmente al macho.

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No podía sacar de mi cabeza estas imágenes, especialmente la mirada de los animales vivos, y luego esa misma mirada de los caprinos muertos, que contenía un lenguaje que solo mis sentimientos podía interpretar. Solo una cosa sé y era que debía pasar por el callejón todos los días, ver los hombres de los cuchillos largos, entrar al mercado por las compras del señor Huamancuri y seguir sintiendo lo mismo cada día: que lo hombres, llenos de miedo, o esperanza, también somos animales sujetos a compasión.

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