Por: Diego Firmiano
Los pobres no somos un pueblo elegido por alguna divinidad, somos el residuo más crudo del capitalismo que vio en su programa una especie de mesianismo universal. El capital no es el verdugo, aunque la historia de su nacimiento y su circulación sea un acto de fe que nadie puede rechazar, es la oscura naturaleza del papel moneda que no tiene vida en sí, ni sentimientos filiales y este es la guillotina que deja cabezas en el camino. La aparición del capitalismo fue lo que incentivó a que Marx, Feuerbach y otros se volvieran títeres demagógicos al atacar el tema del que más se usufructuaban. La historia los ajustició.
La historia de los pobres aún no ha sido contada, y por historia me refiero a los pobres como el grupo sub-burgués (por su posición periférica entre las transacciones y la propiedad) que no posee más que su propia miseria y resignación. La reforma de la ética del trabajo derivada de las doctrinas paulinas y el calvinismo es una crueldad, y esto debido a la especialización del trabajo y la aparición de la técnica que tanto despreciaban los griegos, que convirtió una masa homogénea en una masa ciega de producción. ¿qué sería las empresas sin sus máquinas y el personal que lo compone? Simplemente una idea de progreso. El Ludismo con Ned Ludd a la cabeza, fue ese primer intento, no de sabotear las máquinas y destruir sus radios, sino el afán de incluir a los pobres en el derecho a repartir las ganancias equitativamente.
En este punto álgido de la historia, (situémonos en la época de la revolución industrial) al Estado le interesaba separar poderes, tanto eclesiales, como comerciales, y por eso el libre comercio, y la mano invisible de Adam Smith fueron importantes para traer el vagón de la prosperidad hasta su destino final. Es de notar que los Gobiernos progresistas no actúan de mala fe en las políticas que pretender proteger a la minoría desposeída, pero si se mira con lupa, nosotros los pobres somos los peones en el escaque de ajedrez que juegan en la retaguardia, produciendo prosperidad.
En este juego capitalista, el lenguaje se prefigura como una ideología configurante. No podríamos precisar el génesis lingüístico, pero es posible vaticinar su fin, debido a que el lenguaje usado por nosotros es instrumental, no muy distante de como usamos las tuercas y los tornillos. Pobre es sinónimo de paria, y los parias somos esos que andamos en la tierra sin ser de ella, que dormimos sin tener cama propia y que comemos lo que nos toca. En este sistema de señas fonéticas la mayoría estamos obligados a aceptar la lógica de que en la nevera hay agua, dos perniles sin pechuga, y una onza de pan mohoso.
“Cada uno vive como puede”, es una de estas tuercas eufemísticas. Es obvio, vivimos juntos pero separados en un inmenso abismo de tristeza. Yo y tú, alcanzan su progreso en el Tú o Yo. Es cierto, la ética capitalista cristiana es un abanico grande de posibilidades, pero sus ajustes según las leyes han creado un pueblo flotante: los pobres.
A medida que crece este segmento poblacional crecen las leyes ajustadas a fines utilitaristas. La élite gobernante, si acaso no los teóricos políticos, se han dado cuenta que el nuevo sujeto político es la multitud y, la forma conveniente de ejercer su aparato de control es legislando sobre lo que antes era solo privado: la droga, el sexo, la ecología, el aborto, la homosexualidad, los animales, etc.
Nosotros los pobres somos la humanidad, pero no los hombres. La fuerza, pero no la fuerza indispensable. Las teorías eugenésicas maltusianas demostraron que la población tiende a crecer en progresión geométrica, mientras que los alimentos sólo aumentan en progresión aritmética, ergo, las guerras son necesarias y benéficas para la humanidad. El lenguaje eufemístico ha sido el asesino de la convivencia. “juntos pero diferentes”, “blanco y negro”, “Amor a la humanidad, odio al hombre”.
De igual forma occidente, la civilización cimentada en la muerte y el sufrimiento ha barrido a Dios de un plumazo, para apagar la conciencia que dicta sin cesar las leyes que encadenan y no liberan. El viejo Rousseau acertó utópicamente al decir que una sociedad ideal no se debe tener tanto para no esclavizar al otro, ni menos, para no ser esclavo de nadie. Las leyes cumplen su objetivo.
En esta civilización mal llamada moderna, no se prepara a los pobres para la vida, sino para conseguir empleo con el cual obtener comida, vestido y techo. Esto es lo esencial, claro. Hay que buscar esto, sin dejar de hacer aquello, es decir, obtener el conocimiento de quién soy, porqué hago esto y que debo esperar. El problema es que se enseña a los hombres a amar el martillo, los sellos y las monedas, lo cual es la gloria de la técnica, pero anulan el espíritu de conocimiento que capacita al individuo para obtener su felicidad. Hoy la academia se siente satisfecha con enseñar a sumar, restar y aprender a leer. La educación tiene muchos significados, pero el hambre uno solo: deseo de pan. Nosotros los pobres no nos conformamos con menos. La tierra es de todos, pero no todos la poseen. Nosotros los pobres no somos un pueblo escogido por la divinidad, somos el residuo del capitalismo y su programa de ideales que nació muerto.
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