“Una biblioteca (bien lo saben los perseguidos de todos los regímenes)
es lo primero que se pierde ”
Beatriz Sarlo
Sentado en la mesa, el capitán Aragón miraba con una rara curiosidad y en silencio un limón partido por el estomago: oteaba los compartimientos llenos de zumo, la forma de la semilla, el olor, el color pintón de la cascara. Luego lo exprimió suavemente y vertió el jugo sobre tierra. Surgieron gestos expontáneos en su rostro y su boca tuvo una sensación húmeda. «¡Señor!» llamaron con voz firme. Y ensimismado, viendo gotear el jugo de limón, solo oía aquella voz como un sonido a lo lejos. «¡Señor!, ¿Qué hacemos con estos escritores?».
El capitán limpió sus ásperas manos con una hoja de periódico, levantó la mirada y con voz castrense de autoridad se dirigió a Gutiérrez, su subordinado. «¡Cuélguenlos!. Pero que no mueran. Cada treinta segundos dejen que respiren. Y el primero que escriba un relato sobre esta agonía de muerte, y que al leerlo me convenza, quedara libre. El que no pueda hacerlo, vuelva a colgarlo».
Los escritores, que eran siete en total, todos ellos disidentes de la revolución, no podían hablar, y luchaban por su existencia en el patíbulo. Nunca habían estado antes en ese lugar: respiraban diferente, miraban desde otra perspectiva la vida, la de condenados, y no tenían piso bajo sus pies.
Aragón, evitando la escena, hundió de nuevo su cabeza en el pecho como teniendo paciencia con esta situación y tomó la otra mitad del limón y lo exprimió en su boca después de tomarse dos dedos de aguardiente. Luego encendió la radio y apostado en la mesa se dispuso a leer tres hojas, con tres narraciones garabateadas de los condenados.
El primer escrito decía: el camino verdadero de la vida transcurre sobre una cuerda (como ésta) que no ha sido tendida en lo alto por un verdugo, sino puesta a escaza distancia del suelo para tropezar con ella. Aragón meditó un par de minutos, mientras subían y bajaban los escritores de la horca como si fuese un carrusel de niños. Arrugó la hoja, sobó su nariz y lo desechó bajo la mesa.
Debajo de su arma, haló la siguiente hoja: Lo que tiene que ser eficazmente destruido debe ser antes completamente afianzado; lo qué se desmorona, se desmorona, pero no puede ser destruido. Simplemente la dejo caer.
Y la última nota, que tomó con expectativa, simplemente estaba en blanco. «¡Gutiérrez!» «Dígame capitán». «¿Quién ha tenido la valentía de ser bajado del pedestal, tomar una hoja para escribir su experiencia y dejar una hoja en blanco encima de mi mesa?». Hubo silencio nervioso en el contingente de soldados. «¡Bajen inmediatamente a este escritor!, no morirá, déjenlo libre. Los demás ahórquenlos». Gutiérrez siguió las ordenes al pie de la letra. Desaparecieron los cuerpos, incineraron los libros de los malos escritores y siguieron caminando por entre los pueblos y ciudades buscando a los escribidores junto con sus obras, para colgarlos y quemarlos en nombre de la revolución.
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