Séneca o la belleza a partir del polvo

Numquam me ista caro compellet ad metum
«Jamás me hara temblar este miserable barro del que estoy vestido»
Séneca


A dondequiera que vuelvo la mirada descubro indicios de mi vejez. He llegado a mi quinta, cercana a Roma, y deploro los gastos de aquel edificio ruinoso. El granjero me asegura que no es imputable a negligencia de su parte, que él hace todo lo necesario pero que la quinta es vieja. La quinta surgió entre mis manos: ¿Qué porvenir me aguarda si tan descompuestos están uno sillares tan viejos como yo?

Indignado con él, aprovecho la primera ocasión para desahogar mi enojo:

—Es evidente -digo, que estos plátanos están desatendidos: no tienen hojas. ¡Qué ramas tan nudosas y resecas! ¡Qué troncos tan feos y rugosos! Esto no ocurriría si alguien cavase en derredor suyo y los regase.

Él jura por mi genio que hace todo lo necesario sin descuidar la atención en ningún aspecto, pero que los plátanos tienen sus años. Qué quede entre nosotros; yo los había plantado, yo había visto sus primeras hojas.

Vuelto hacia la entrada, pregunto:

—¿Quién es ese de ahí, ese decrépito, destinado con razón a hacer de portero? Porque ya está con los pies mirando hacia afuera. ¿De dónde has sacado a este individuo?, ¿qué placer encontraste en cargar con un muerto ajeno?.

El aludido respondió:

—¿No me conoces? Soy  Felición, a quien solías regalar estatuillas; soy hijo del granjero Filosito, soy tu favorito.

—Este -digo para mí- delira completamente: ¿El nene se ha convertido también en mi favorito? Bien pudiera serlo: precisamente ahora que se le caen los dientes.

Esto debo a mi quinta: que mi vejez se me haga patente a donde quiera que me dirijo. Démosle un abrazo y acariciémosla; está llena de encantos, con tal que sepamos servirnos de ella. La fruta es muy sabrosa cuando está terminando la cosecha. El final de la infancia ofrece el máximo atractivo.

A los aficionados al vino les deleita la última copa, aquella que les pone en situación, que da el toque final a la embriaguez. La mayor dulzura que encierra todo placer la reserva para el final. 

Es gratísima la edad que ya declina, pero aún no se desploma, y pienso que aquella que se mantiene aferrada a la última teja tiene también su encanto; o mejor dicho, esto mismo es lo que ocupa el lugar de los placeres: no tener necesidad de ninguno. ¡Qué dulce resulta tener agotadas las pasiones y dejadas a un lado!

«Es penoso -objetas, tener la muerte a la vista». En primer término, ella debe estar en la consideración tanto del viejo como del joven, pues no somos convocados a ella según el censo; además, nadie hay tan anciano como para no aguardar razonablemente un día más. Ahora bien, un día es un peldaño en la vida. Toda la existencia consta de partes y presenta círculos mayores descritos alrededor de otros más pequeños.

Hay uno que rodea y los envuelve a todos; este comprende desde el nacimiento hasta el último día; hay otro que delimita los años de la adolescencia, otro que encierra en su ámbito toda la niñez. Luego, como unidad aparte, está el año que incluye en sí todas las estaciones de cuya multiplicación se compone la vida; al mes lo rodea un círculo más estrecho; la órbita más corta la describe el día; también ésta se extiende desde el principio al fin, desde el orto hasta el ocaso.

Por ellos Heráclito, que se ganó el sobrenombre de «Oscuro», por la «Obscuridad» de su exposición, dijo: “Un día es igual a otro cualquiera”, sentencia que cada cual interpretó de modo distinto. Así hubo uno que dijo era igual en cuanto a las horas y no se equivocó; porque si el día es el espacio de veinticuatro horas, es preciso que todos los días sean iguales entre sí, toda vez que la noche gana lo que el día perdió.

Otro interpretó que un día era igual a todos por razón de semejanza, ya que el espacio de tiempo más prolongado nada contiene que no se halle en un solo día: claridad y noche; y en los cambios sucesivos de estación la noche unas veces más corta, otras más larga, mantiene iguales los días.

Así pues hay que organizar cada jornada como si cerrara la marcha y terminara y completara la vida. Pacuvio, que se hizo dueño de Siria por derecho de uso, después de hacer celebrado exequias en su honor con libaciones y banquetes fúnebres muy sonados, se hacía conducir de la cena a su aposento mientras en medio de los aplausos de sus favoritos se cantaba con acompañamiento de música: «La vida ha terminado, la vida ha terminado». Ningún día dejó de celebrar su propio entierro.

Esto mismo que él realizaba con mala conciencia, practiquémoslo nosotros con noble intención y en el momento de entregarnos al sueño digamos alegres y contentos: «He vivido, he consumado la carrera que me había asignado la fortuna».

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